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Paz
y
Permanencia
Una creencia moderna muy en boga considera a la propiedad universal como el fundamento más seguro de la paz. Se puede buscar en vano alguna evidencia histórica que demuestre que los “ricos” han sido regularmente más pacíficos que los pobre, pero entonces
Se podría argumentar que ellos nunca se sintieron seguros frente a los “pobres”; que su agresividad surgió del temor y que la situación sería bien distinta si todos fuéramos “ricos”. ¿Por qué debe un “rico” ir a la guerra? El no tiene nada que ganar. ¿No son los “pobres”, los explotados, los oprimidos, quienes parecen destinados a la guerra, dado que no tienen nada que perder aparte de sus cadenas? El camino de la paz, dicen, es el camino de la riqueza.
Esta creencia moderna tiene una atracción casi irresistible ya que sugiere que cuanto más rápido se obtenga un objeto deseado, con mayor seguridad se obtiene el próximo. Es doblemente atractiva porque evita completamente la cuestión ética, no hay necesidad de renuncia o sacrificio, todo lo contrario. Tenemos a la ciencia y a la tecnología para ayudarnos a los largo del camino hacia la paz y la prosperidad, y todo lo que se necesita es que no nos comportemos tontamente, irracionalmente, lacerando nuestra propia carne. El mensaje a los “pobres” y descontentos es que no se debieran impacientar o matar a la gallina que sin duda, a su debido tiempo, pondrá huevos de oro también para ellos. Y el mensaje a los “ricos” es que debieran ser lo suficientemente inteligentes como para ayudar a los pobres de vez en cuando, porque ésta es la forma por la cual llegarán a ser más “ricos” todavía.
Ghandi acostumbraba a hablar con desprecio de “soñar con sistemas tan perfectos en que nadie necesita ser bueno!. Sin embargo, ¿no es precisamente este sueño el que podemos hacer ahora realidad con nuestras maravillosos poderes de la ciencia y la tecnología? ¿Por qué exigir virtudes que el hombre nunca podría adquirir, cuando todo lo que se necesita es racionalidad científica y competencia técnica?
En lugar de escuchar a Ghandi, pareciera que estuviéramos más inclinados a escuchar a uno de los más influyentes economistas de este siglo, el célebre Lord Keynes. En 1930, durante la depresión económica mundial, él se sintió impulsado a teorizar sobre las “posibilidades económicas de nuestros nietos” y concluyó que no estaría muy lejos el día en que todo el mundo sería “rico”. Entonces, dijo Keynes, “nosotros valoraremos otra vez los fines más que los medios y preferiremos lo bueno a lo útil”.
“Pero, ¡cuidado!”, continuó diciendo, “la hora para todo esto no ha llegado todavía. Por lo menos durante 100 años debemos simular ante nosotros mismos y ante cada uno que lo bello es sucio y lo sucio es bello, porque lo sucio es útil y lo bello no lo es. La avaricia, la usura, y la precaución deben ser nuestros dioses por un poco más de tiempo todavía. Porque sólo ellos pueden guiarnos fuera del túnel de la necesidad económica a la claridad del día”.
Esto se escribió hace 40 años y desde entonces, por supuesto, los acontecimientos se han acelerado considerablemente. Puede ser que ya no tengamos que esperar 60 años hasta que obtengamos la prosperidad universal. En todo caso, el mensaje keynesiano es suficientemente claro: ¡Atención! Las consideraciones éticas no son meramente irrelevantes, son en realidad un impedimento, “porque lo sucio es útil y lo bello no lo es”. La hora de la belleza aún no ha llegado. El camino hacia el cielo está pavimentado con malas intenciones.
Voy a considerar ahora esta afirmación. Puede dividírsela en tres partes:
Primero: Que la prosperidad universal es posible.
Segundo: Que su obtención es posible sobre la base de la filosofía materialista del
“enriqueceos”.
Tercero: Que éste es el camino de la paz.
La pregunta obvia con la cual empezar mi investigación es la siguiente: ¿Hay suficiente para compartir? De inmediato nos encontramos frente a una seria dificultad. ¿Qué es “suficiente”? ¿Quién nos lo puede decir? Por supuesto, no el economista que persigue el “crecimiento económico” como el más alto de los valores y, por lo tanto, no posee el concepto de “suficiente”. Hay sociedades “pobres” que tienen demasiado poco, pero ¿dónde está sociedad “rica” que dice: ¡Alto!, ya tenemos suficiente? No hay ninguna.
Tal vez podamos olvidarnos del “suficiente” y contentarnos con examinar el crecimiento de la demanda sobre los recursos del mundo, que se opera cuando todos se esfuerzan para tener “más”. Dado que no podemos analizar todos los recursos propongo enfocar nuestra atención sobre un tipo de recursos que está en una posición central: el combustible. Mas prosperidad significa un mayor uso de combustible, no puede haber duda alguna acerca de esto. En estos tiempos, el abismo de prosperidad entre los “pobres” y los “ricos” de este mundo es muy amplio, y esto se demuestra claramente por sus respectivos consumos de combustibles. Definamos como “ricas” todas aquellas poblaciones de países con un consumo de combustible promedio de más de una tonelada métrica equivalente de carbón (abreviado: e.c.) per cápita, y como “pobres” todas aquellas debajo de este nivel. Sobre estás definiciones podemos confeccionar la tabla siguiente, que se basa en datos de las Naciones Unidas para el año 1966:
TABLA 1 (1966)
Ricos (%) Pobres (%) Mundo (%)
POBLACIÓN (millones)
1.060 (31) 2.324 (69) 3.384 (100)
CONSUMO DE COMBUSTIBLE (millones de toneladas e.c.)
4.788 (87) 721 (13) 5.509 (100)
CONSUMO DE COMBUSTIBLE PER CAPITA (toneladas e.c.)
4,52 0,32 1,65
El porcentaje de consumo de combustible per cápita de los “pobres” es sólo o,32 toneladas (apenas un catorceavo del consumido por los “ricos”) y hay bastantes “pobres” en el mundo (de acuerdo a estas estadísticas cerca de 7 décimas partes de la población mundial) si los “pobres” de pronto usaran tanto combustible como los “ricos”, el consumo del mundo se triplicaría de inmediato.
Sin embargo, esto no puede suceder, dado que todas las cosas llevan su tiempo. Y al mismo tiempo ambos, “ricos” y “pobres”, crecen en número y aspiraciones. Entonces intentemos hacer un cálculo exploratorio. Si las poblaciones “ricas” crecen en razón de 1,25 por ciento será de cerca de seis mil novecientos millones en el año 2000 (una cifra no muy diferente de los más recientes y autorizados pronósticos) Si al mismo tiempo el consumo de combustible per capita de las poblaciones “ricas” crece en un 2,25 por ciento, mientras que el de los “pobres” crece en un 4,5 por ciento al año, en el año 2000 tendríamos las siguientes cifras:
TABLA II (2.000)
Ricos (%) Pobres (%) Mundo (%)
POBLACIÓN (millones)
1.617 (23) 5.292 (77) 6.909 (100)
CONSUMO DE COMBUSTIBLE (millones de toneladas e.c.)
15.588 (67) 7.568 (33) 23.156 (100)
CONSUMO DE COMBUSTIBLE PER CAPITA (toneladas e.c.)
9,64 1,43 3,35
el resultado total en el consumo mundial de combustible sería un crecimiento desde 5,5 miles de millones de toneladas e.c. en 1966 a 23,2 miles de millones en el año 2.000 –un incremento igual a un factor de más de cuatro-, la mitad del cual sería atribuible al incremento de la población y la otra mitad al aumento del consumo per cápita.
Esta división en mitades es bastante interesante. Pero la división entre “ricos” y “pobres” es aún más interesante. Del incremento total en el consumo mundial de combustible desde 5,5 miles de millones a 23,2 miles de millones de toneladas e.c. (i.e un incremento de 17,7 miles de millones de toneladas) los “ricos” representarían cerca de dos tercios y los “pobres” sólo un poco más de un tercio. En el período total de 34 años, el mundo usaría 425 mil millones (75 por ciento) y los “pobres” 104 mil millones.
Ahora bien, ¿no arroja esto una luz muy interesante sobre la situación total? Estas cifras no son predicciones, por supuesto, son lo que podrían llamarse “cálculos exploratorios”. He tomado en cuenta un crecimiento muy modesto de población por parte de los “ricos” y un índice de crecimiento de población que dobla al anterior por parte de los “pobres”, y aún así son los “ricos” y no los “pobres” quienes hacen, con mucho, la mayor parte del daño. Si es que podemos llamarlo daño. Inclusive, si las poblaciones clasificadas como “pobres” crecieran sólo al ritmo que los hacen las “ricas” el efecto sobre el total del consumo mundial de combustible sería muy poco significativo –una reducción de sólo algo más del 10 por ciento. Pero si los “ricos” decidieran -y no digo que esto sea probable- que su consumo actual de combustible per capita es suficientemente alto y que no debiera permitirse que creciera más, teniendo en cuenta que ya es catorce veces más alto que el de los “pobre”, eso si que significaría una diferencia: en lugar del alza prevista en las poblaciones “ricas”, habría una reducción de más de ¡/3 en el total de combustible requerido en el año 2000 en todo el mundo.
El comentario más importante, sin embargo, es una pregunta: ¿Es posible suponer que el consumo mundial de combustible podría crecer hasta cerca de 23.000 millones de toneladas e.c. anuales en el año 2000, usando 425.000 millones de toneladas e.c. durante los treinta y cuatro años en cuestión? A la luz de nuestro actual conocimiento de las reservas de combustible fósiles, ésta es una cifra poco convincente, aun si suponemos que un cuarto o un tercio del total mundial proviene de la fisión nuclear.
Es bien sabido que los “ricos” están en vías de agotar para siempre la dotación de combustibles relativamente simples y baratos. Es su continuo crecimiento económico el que produce más exorbitantes demandas, con el resultado de que los combustibles baratos y simples en existencia en el mundo podrían convertirse fácilmente en escasos y más caros mucho antes que los países pobres hayan adquirido la riqueza, educación, sofisticación industrial y acumulación de capital necesarios para la aplicación de combustibles alternativos en una escala significativa.
Los cálculos exploratorios, por supuesto, nunca prueban nada. Una prueba sobre el futuro es en cualquier caso imposible y ya se ha señalado sagazmente que las predicciones no son dignas de confianza, particularmente cuando tratan del futuro. Lo que se requiere es capacidad de juicio. De cualquier forma, nuestros cálculos en gran medida tienden a subestimar la magnitud del problema. No es realista tratar al mundo como si fuese una unidad. Los recursos de combustible están distribuidos en forma desigual, y cualquier escasez de suministros, no importa cuán leve sea, dividiría al mundo inmediatamente en “los que tienen” y los “que no tienen a lo largo de fronteras totalmente nuevas. Las áreas especialmente favorecidas, tales como el Medio Oriente y Africa del Norte, atraerían la atención a un nivel apenas imaginable hoy, mientras que algunas áreas de alto consumo, tales como Europa occidental y Japón se colocarían en la posición nada envidiable de pobres herederos. He aquí una fuente de conflicto de primera magnitud,
Como nada puede probarse acerca del futuro (ni aun acerca del futuro relativamente cercano de los próximos treinta años) es siempre posible rechazar los problemas más amenazadores con la esperanza de que algo sucederá para cambiar la situación. Simplemente podrían haber enormes y desconocidas reservas de petróleo, gas natural o carbón. Además, ¿por qué tiene la energía nuclear que limitarse a proveer sólo un cuarto o un tercio de los requerimientos totales? El problema puede así trasladarse a otro plano, pero todavía se niega a desaparecer. Porque el consumo de combustible en la escala indicada (suponiendo que no existiesen dificultades insalvables en la provisión de combustible) produciría riesgos ambientales de una naturaleza sin precedentes.
Tomemos la energía nuclear. Algunas personas dicen que los recursos de uranio relativamente concentrado son insuficiente para mantener un programa nuclear de alcance real, suficientemente amplio como para tener un impacto significativo en la situación mundial de combustible, donde tenemos que calcular en miles de millones, no simplemente en millones, de toneladas equivalentes de carbón. Pero supongamos que esas personas están equivocadas. Se encontrará suficiente uranio, se concentrará desde los más remotos rincones de la tierra, se traerá a las principales poblaciones, se le hará altamente radiactivo. Es difícil imaginar una amenaza biológica más grande, para no mencionar el peligro político de que alguien pudiese usar una pequeñísima cantidad de esta substancia terrible para propósitos que no sean totalmente pacíficos.
Por otro lado, si nuevos descubrimientos de combustibles fósiles hicieran innecesario el forzar la marcha de la energía nuclear, habría un problema de contaminación térmica en una escala totalmente distinta a cualquiera de las hasta ahora encontradas.
Cualquiera que sea el combustible, cuando los incrementos en el consumo son de cuatro, cinco y seis veces... no hay ninguna respuesta convincente al problema de la contaminación.
He tomado el caso del combustible simplemente como un ejemplo para ilustrar una tesos muy sencilla: que el crecimiento económico, que visto desde el punto de vista de la economía, la física, la química y la tecnología, no tiene límites apreciables, ha de precipitarse necesariamente dentro de un callejón sin salida aparente cuando es examinado desde el punto de vista de las ciencias del medio ambiente. Una actitud vital que busca la realización en la obtención unilateral de riquezas (en otras palabras, materialismo) no encaja dentro de este mundo porque no contiene ningún principio limitativo en sí misma, mientras que el entorno en el que está ubicada es estrictamente limitado. El medio ambiente esta tratando de decirnos, ahora mismo, que ciertas demandas están convirtiéndose en excesivas. Tan pronto como un problema es resuelto, diez nuevos problemas aparecen como resultado de la primera “solución”. Como subraya el profesor Barry Commoner, los nuevos problemas no son las consecuencias de fracasos accidentales sino de los éxitos de la tecnología.
Aquí otra vez, sin embargo, mucha gente insistirá en discutir estos asuntos solamente en términos de optimismo y pesimismo, enorgulleciéndose en su propio optimismo de que “la ciencia encontrará una salida”. Podrían esta en lo cierto si, como sugiero hubiera un cambio consciente y fundamental en la dirección del esfuerzo científico. Los progresos de la ciencia y la tecnología durante los últimos siglos han sido tales que los peligros han crecido aún más rápidamente que las soluciones. Tendré que decir más acerca de esto posteriormente.
Ya existe una evidencia abrumadora de que el gran sistema de equilibrio de la naturaleza se está convirtiendo presistentemente en desequilibrio, particularmente en ciertas áreas y puntos específicos. Lamentablemente, nos llevaría demasiado tiempo si tratara de exponer aquí las pruebas. El estado actual del lago Erie, sobre el que el profesor Barry Commoner, entre otros, ha llamado la atención, debiera servirnos como una suficiente llamada a la cordura. Una o dos décadas más y todos los sistemas de aguas territoriales de los Estados Unidos de Norteamérica pueden estar en una condición similar. En otras palabras, la condición de desequilibrio puede entonces no tener nada que ver con puntos específicos, sino que habría llegado a ser una situación generalizada. Cuanto más lejos se permita llegar a este proceso, más dificultoso ha de ser el invertido, si es que no se ha convertido ya en un fenómeno irreversible.
Encontramos, por lo tanto, que la idea del crecimiento económico ilimitado, hasta que todos naden en la abundancia, necesita ser cuestionada seriamente en por lo menos dos aspectos: la disponibilidad de recursos básicos y, alternativa o adicionalmente, la capacidad del medio ambiente para absorber satisfactoriamente el grado de interferencia que implica. Hasta aquí hemos considerado el aspecto físico-material del asunto. Consideremos ahora algunos aspectos no materiales del mismo.
No nos cabe la menor duda de que la idea del enriquecimiento personal tiene un atractivo muy poderoso para la naturaleza humana. Keynes, en el ensayo citado previamente, nos advertía que todavía no era tiempo para un “retorno a algunos de los más seguros y ciertos principios de la religión y la virtud tradicional: que la avaricia es un vicio, que la exacción de la usura es un crimen y el amor al dinero algo detestable”.
El progreso económico, aseguraba, sólo se obtiene si empleamos esos poderosos impulsos humanos del egoísmo, que la religión y la sabiduría tradicional nos llaman universalmente a resistir. La economía moderna se mueve por una locura de insaciable ambición y se deleita en una orgía de envidia, siendo éstos no meramente hechos accidentales sino las causas últimas de su éxito expansionista. La pregunta es entonces si tales causas pueden conservar su efectividad por mucho tiempo o si llevan implícitamente la semilla de su propia destrucción. Si Keynes dice que “lo sucio es útil y lo bello no lo es”, está proponiéndonos una definición pragmática que puede ser verdad o mentira, o que puede parecer verdad a corto plazo y convertirse en falsa a largo plazo. ¿Qué es en realidad?
Yo diría que ya hay suficientes pruebas como para demostrar que tal definición es falsa en un sentido muy directo u muy práctico. Si los vicios humanos tales como la desmedida ambición y la envidia son cultivados sistemáticamente, el resultado inevitable es nada menos que un colapso de la inteligencia. Un hombre dirigido por la ambición y la envidia pierde el poder de ver las cosas tal como son en su totalidad y sus mismos éxitos se transforman entonces en fracasos. Si sociedades enteras se ven infectadas por estos vicios, podrían llegar a obtener cosas asombrosas, pero serían cada vez más incapaces de resolver los más elementales problemas de la existencia cotidiana. El Producto Nacional Bruto puede crecer rápidamente, tal como lo miden los estadísticos, pero no supone bienestar para la gente, que se encuentra oprimida por la creciente frustración, alienación, inseguridad, etc. Después de un tiempo incluso el Producto Nacional Bruto cesa de aumentar, no por fallos científicos o tecnológicos, sino más bien debido a una parálisis deformante de no-cooperación, tal como lo expresa en varios tipos de escapismos, no sólo por parte de los oprimidos y explotados, sino también por los grupos altamente privilegiados.
Se podría seguir durante mucho tiempo deplorando la irracionalidad y la estupidez de hombre y mujeres de posiciones altas y bajas diciendo: “¡Si la gente se diera cuenta dónde están sus verdaderos intereses!” ¿Qué es lo que le impide a la gente el tomar conciencia de este problema? Será porque su inteligencia se ha oscurecido por la desmedida ambición y la envidia, o porque en lo recóndito de sus corazones entienden que sus intereses reales están en un lugar totalmente distinto. Hay un dicho revolucionario que establece: “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra de Dios”
Aquí de nuevo nada puede ser “probado”. Sin embargo, no parece probable o plausible que las graves enfermedades sociales que infectan hoy muchas sociedades ricas sean meros fenómenos pasajeros, que un gobierno eficaz (¡si pudiéramos tener un gobierno realmente eficaz!) podría erradicar simplemente haciendo un uso más expeditivo de la ciencia y la tecnología o un uso más racional del sistema penal.
Sugiero que los fundamentos de la paz no pueden descansar sobre la prosperidad universal, en el sentido moderno de la palabra, porque tal prosperidad, si es que puede obtenerse, lo es gracias al cultivo de impulsos naturales tales como la codicia y la envidia, que destruyen la inteligencia, la felicidad y la serenidad y, finalmente la tranquilidad del hombre. Muy bien podría ser que la gente rica atesore la paz más cuidadosamente que la gente pobre, pero sólo si se sienten extremadamente protegidos, y esto es una contradicción de términos. Su riqueza depende de enormes demandas sobre los limitados recursos del mundo y así se ponen en el camino de un inevitable conflicto, en principio no con los pobres (que son débiles e indefensos) sino con otros ricos.
En resumen, podemos decir que el hombre de hoy es demasiado inteligente como para ser capaz de sobrevivir sin sabiduría. Nadie trabaja realmente por la paz, salvo que esté trabajando básicamente por la restauración de la sabiduría. La afirmación que “lo sucio es bello y lo bello no lo es” es la antítesis de la sabiduría. La esperanza de que la búsqueda de bondad y virtud puede ser pospuesta hasta que hayamos alcanzado la prosperidad universal y que con la búsqueda individual de la riqueza, sin devanarnos los sesos acerca de cuestiones morales y espirituales, podríamos establecer la paz sobre la tierra, es una esperanza irreal, anticientífica e irracional. Cuando el nivel de desarrollo era menor, podíamos temporalmente excluir la sabiduría de la economía, la ciencia y la tecnología, pero ahora que hemos alcanzado un alto nivel de prosperidad, el problema de la verdad espiritual y moral ocupa la posición central.
Desde un punto de vista económico el concepto principal de la sabiduría es la permanencia. Debemos estudiar la economía de la permanencia. Nada tiene sentido económico salvo que su continuidad a largo plazo puede ser proyectada sin incurrir en absurdos. Puede haber “crecimiento” hacia un objetivo limitado, pero no puede haber crecimiento ilimitado, generalizado. Como Gandhi dijo, es más que probable que “la tierra proporciones lo suficiente para satisfacer las necesidades de cada hombre pero no la codicia de cada hombre”. La permanencia es incompatible con una actitud depredadora que se regocija en el hecho de que “los que eran lujos para nuestros padres han llegado a ser necesidades para nosotros”.
El fomento y la expansión de las necesidades es la antítesis de la sabiduría. Es también la antítesis de la libertad y de la paz. Todo incremento en las necesidades tiende a incrementar la dependencia de las fuerzas exteriores sobre las cuales uno no puede ejercer ningún control y, por lo tanto aumenta el temor existencia. Sólo reduciendo las necesidades uno puede lograr una reducción genuina de las tensiones que son la causa última de la contienda y de la guerra.
La economía de la permanencia implica un profundo cambio en la orientación de la ciencia y la tecnología. Estas tienen que abrir sus puertas a la sabiduría y, de hecho, incorporar sabiduría a su estructura misma. “Soluciones” científicas o técnicas que envenenan el medio ambiente o degradan la estructura social y al hombre mismo, no son beneficiosas, no importa cuán brillantemente hayan sido concebidas o cuán grande sea si atractivo superficial. Máquinas cada vez más grandes, imponiendo cada vez mayores concentraciones de poder económico y ejerciendo una violencia cada vez mayor sobre el medio ambiente no representan progreso, son la negación de la sabiduría. La sabiduría requiere una nueva orientación de la ciencia y de la tecnología hacia lo orgánico, lo amable, lo no violento, lo elegante y lo hermoso. La paz, como a menudo se ha dicho, es indivisible. ¿Cómo podría, entonces construirse la paz sobre una base hecha de ciencia indiferente y tecnología violenta? Debemos procurar una revolución en la tecnología que nos dé invenciones y maquinarias que inviertan las tendencias destructivas que ahora nos amenazan a todos
¿Qué es lo que realmente necesitamos de los científicos y los tecnólogos? Yo contestaría: necesitamos métodos y equipos que sean:
-suficientemente baratos de modo que estén virtualmente al alcance de todos;
-apropiados para utilizarlos a escala pequeña; y compatibles con las necesidades
creativas del hombre.
De estas tres características nacen la no-violencia y una relación entre el hombre y la naturaleza que garantiza la permanencia. Sí sólo una de estas tres es descuidada, las cosas muy probablemente irán mal. Examinémoslas una por una.
Métodos y maquinarias suficientemente baratos como para estar virtualmente al alcance de todos, ¿por qué tenemos que pensar que nuestros científicos y tecnólogos no son capaces de desarrollarlos? Esta fue una preocupación básica de Gandhi: “Yo deseo que los millones de pobres de nuestra tierra sean sanos y felices y los quiero ver crecer espiritualmente... Si sentimos la necesidad de tener máquinas, sin duda las tendremos. Toda máquina que ayuda a un individuo tiene justificado su lugar”, decía, “peor no debiera haber sitio alguno para máquinas que concentran el poder en las manos de unos pocos y tornan a los muchos en meros cuidadores de máquinas, si es que éstas no los dejan antes sin trabajo”.
Supongamos que el objetivo reconocido por inventores e ingenieros llegue a ser, según observaba Aldous Huxley, dotar a la gente corriente de los medios necesarios para “hacer un trabajo provechoso e intrínsecamente significativo, ayudando a hombres y mujeres a independizarse de sus patrones, de modo que se transformen en sus propios empleadores, o en miembros de un grupo autogestionado y cooperativo que trabaje para su subsistencia y para un mercado local... este progreso tecnológico orientado en forma tan diferente (daría como resultado) una descentralización progresiva de la población, el acceso a la tierra, la propiedad de los medios de producción, el poder político y económico”. Otras ventajas, decía Huxley, serían “una vida humanamente más satisfactoria para más gente, una mayor y genuina democracia autogestionada y una feliz liberación de la estúpida y perniciosa educación para adultos dada a los productores de bienes de consumo masivo mediante la publicidad”(1).
Si los métodos y las maquinarias han de ser baratos para que la mayoría tenga acceso a ellos, esto significa que su coste deberá establecerse en relación a los niveles de ingreso de la sociedad en la que han de ser usados. Por mi parte he llegado a la conclusión de que el límite más alto para el promedio de inversión por puesto de trabajo viene dado por el ingreso anual de un trabajador industrial hábil y ambicioso. Esto significa que si dicho obrero puede ganar normalmente, digamos, 500.000 pesetas al año, el coste promedio de establecimiento de su puesto de trabajo de ninguna manera debiera exceder de 500.000 pesetas. Si el coste es significativamente más alto, la sociedad en cuestión muy probablemente tendría serios problemas, tales como una indebida concentración de riqueza y de poder entre unos pocos privilegiados, un problema cada vez más grande de “marginados” que no pueden integrarse en la sociedad y constituyen una creciente amenaza, desempleo “estructural”, mala distribución de la población debido a una excesiva urbanización, frustración y alienación general con tasas crecientes de delincuencia, etc.
El segundo requisito es la posibilidad de aplicación en escala pequeña. Sobre el problemas de la “escala”, el Profesor Leopoldo Kohr ha escrito ya en forma brillantes y convincente; su importancia para la economía de la permanencia es obvia. Operaciones de pequeña escala, no importa cuán numerosas, son siempre menos propensas a causar daño en el medio ambiente que las de gran escala, simplemente porque su fuerza individual es pequeña en relación con las fuerzas de recuperación de la naturaleza. Hay sabiduría en la pequeñez, si tenemos en cuenta lo pequeño y limitado que es el conocimiento humano, que parte mucho más del experimento que de la comprensión global. El mayor peligro surge de la aplicación despiadada, a gran escala, del conocimiento parcial, tal como lo estamos presenciando en la aplicación de la energía nuclear, de la nueva química en la agricultura, de la tecnología de transporte y en un sinnúmero de otras cosas.
Aunque a veces son pequeñas comunidades las culpables de causar serios daños, generalmente como resultado de la ignorancia, éstos carecen de importancia si los comparamos con la devastación causada por grupos gigantescos movidos por la codicia, la envidia y la ambición de poder. Más aún, es obvio que los obreros organizados en pequeñas unidades tendrían mejor cuidado de su pedazo de tierra u otra fuente de recursos naturales que compañías anónimas o gobiernos megalómanos que se engañan a sí mismos creyendo que el universo es su cantera legítima.
El tercer requisito es tal vez el más importante de todos: que los métodos y las maquinarias dejen amplio lugar para la creatividad humana. Durante los últimos cien años nadie ha hablado más insistente y admonitoriamente sobre este tema que los pontífices romanos. ¿Qué queda del hombre si el proceso de producción “elimina del trabajo todo atisbo de humanidad haciendo de él una mera actividad mecánica”? El obrero mismo se transforma en el remedo de un ser libre.
“El trabajo físico (decía Pío XI) que aún después del pecado original fue decretado por la Providencia para el bien del cuerpo y del alma del hombre, en muchos casos se ha transformado en un instrumento de perversión; mientras la materia muerta sale mejorada de la fábrica es precisamente allí donde los hombres son corrompidos y degradados.”
El tema es tan amplio que no puedo hacer más que tocarlo muy someramente. Por encima de todas las cosas hay necesidad de una adecuada filosofía del trabajo que lo entienda no como lo que ha llegado a ser, una tarea inhumana a ser reemplazada tan pronto como sea posible por la automatización, sino como algo “decretado por la Providencia para el bien del cuerpo y del alma del hombre”. Después de la familia, es el trabajo y las relaciones establecidas por el trabajo los que representan el verdadero fundamento de la sociedad. Si los fundamentos son inseguros, ¿cómo podría ser segura la sociedad? Si la sociedad está enferma, ¿cómo podría dejar de ser un peligro para la paz?
“La guerra es un juicio –decía Dorothy L. Sayers- que se precipita sobre las sociedades cuando estas han estado viviendo de acuerdo a ideas que se oponen violentamente a las leyes que gobiernan el universo... Jamás pensemos que las guerras son catástrofes irracionales: las guerras ocurren cuando formas erróneas de pensar y de vivir conducen a situaciones intolerables”(2). Desde el punto de vista económico, nuestra equivocación básica consiste en vivir alimentando sistemáticamente la codicia y la envidia, construyendo así un orden de deseos totalmente ilegítimos. Es el pecado de la codicia el que nos ha arrojado en las poderosas garras de la máquina. Si la codicia, asistida eficazmente por la envidia, no fuese la maestra del hombre moderno, ¿cómo puede ser que la locura del economicismo no se reduzca en tiempos en que se obtienen más altos “niveles de vida” y son precisamente las sociedades más ricas las que persiguen ventajas económicas con absoluta voracidad? ¿Cómo podríamos explicar el rechazo casi total por parte de los que dirigen las sociedades ricas (estén éstas organizadas en empresas privadas o en empresas colectivas) del esfuerzo común hacia una humanización del trabajo? Basta que se diga que algo reducirá el “nivel de vida” para que toda posibilidad de debate desaparezca de inmediato. El hecho de que ese trabajo que destruye el alma carece de sentido, es mecánico, monótono y embrutecedor, constituye un insulto para la naturaleza humana y produce necesaria e inevitablemente escapismo o agresión, y el hecho de que ninguna cantidad de “pan y circo” puede compensar por el daño causado son cosas que nadie niega ni reconoce, pero son admitidas con una inquebrantable conspiración de silencio, porque negarlas sería demasiado absurdo y reconocerlas condenaría la preocupación central de la sociedad moderna como un crimen en contra de la humanidad.
El olvido, y aun el rechazo, de la sabiduría han ido tan lejos que la gran mayoría de nuestros intelectuales no tienen ni siquiera una remota idea acerca del significado de la palabra. En consecuencia, están siempre tratando de curar una enfermedad por medio de la intensificación de sus propias causas. La enfermedad proviene de reemplazar la sabiduría por la técnica y ninguna dosis de investigación técnica parece ser capaz de producir una curación efectiva. Pero, ¿qué es la sabiduría? ¿Dónde se puede encontrar? Aquí llegamos al corazón del problema; podemos leer acerca de ella en numerosas publicaciones pero sólo puede ser encontrada dentro de uno mismo. Uno tiene que liberarse primero de maestros tales como la codicia y la envidia para estar en condiciones de encontrarla. La tranquilidad que sigue a la liberación, aunque sólo sea momentánea, posibilita una percepción de la sabiduría que no puede ser obtenida de otra manera.
Ella nos permite ver el vacío y la insatisfacción de una vida dedicada básicamente a la obtención de fines materiales, con detrimento de lo espiritual. Tal vida necesariamente enfrenta al hombre contra su prójimo y a las naciones entre sí, porque las necesidades del hombre son infinitas y la infinitud puede ser alcanzada sólo en el reino de lo espiritual, jamás en lo material. El hombre necesita, sin duda, elevarse por encima de este aburrido “mundo” y la sabiduría le muestra el camino para hacerlo. Sin sabiduría el hombre se ve obligado a construir una economía monstruosa que destruye el mundo y a buscar afanosamente satisfacciones fantásticas, como la de poner un hombre en la luna. En lugar de conquistar el “mundo” caminando hacia la santidad, el hombre trata de conquistarlo ganando prestigio en riqueza, poder, ciencia o incluso en cualquier “deporte” inimaginable.
Estas son las causas de la guerra y es puramente quimérico tratar de sentar los fundamentos de la paz sin eliminar primero aquellas causas. Es doblemente quimérico el construir la paz sobre fundamentos económicos que, al mismo tiempo, descansan sobre el fomento sistemático de la codicia y la envidia, fuerzas que verdaderamente sumergen al hombre en un estado de conflicto.
¿Cómo podemos hacer para comenzar a desmantelar la codicia y la envidia? Tal vez comenzando a ser menos codiciosos y envidiosos nosotros mismos, o evitando la tentación de permitir que nuestros lujos se conviertan en necesidades y por un sistemático análisis de nuestras propias necesidades para encontrar la forma de simplificarlas o reducirlas. Si no tenemos fuerza para hacer ninguna de estas cosas, ¿podríamos, por lo menos, dejar de aplaudir el tipo de “progreso” económico que adolece de falta de bases para la permanencia y a la vez dar nuestro apoyo, por modesto que sea, a quienes no teniendo temor de ser tildados de excéntricos trabajan por la no-violencia como ecólogos, protectores de la vida salvaje, promotores de la agricultura orgánica, productores caseros, etc.? Un gramo de práctica es generalmente más valioso que una tonelada de teoría.
Se necesitan muchos gramos, sin embargo, para sentar los fundamentos económicos de la paz. ¿Dónde puede uno encontrar las fuerzas necesarias para seguir trabajando en medio de perspectivas tan obviamente negativas? Es más, ¿dónde puede uno encontrar las fuerzas para vencer la violencia de la codicia, la envidia, el odio y la lujuria dentro de uno mismo?
Pienso que Gandhi ha dado la respuesta: “Hay que reconocer la existencia del alma aparte del cuerpo y su naturaleza permanente, y este reconocimiento debe representar una fe viva. En última instancia la no-violencia de nada sirve a aquellos que no poseen una fe viva en el Dios del Amor”.
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