martes, 15 de septiembre de 2009

El uso apropiado de la tierra

7
El Uso
Apropiado
de la Tierra

Entre los recursos materiales el más grande, incuestionablemente, es la tierra. Estudiando cómo usa la tierra una sociedad se puede sacar conclusiones bastantes aproximadas de cómo será el futuro de esa sociedad.
La tierra incluye el suelo y este una inmensas variedad de criaturas vivientes, incluyendo al hombre. En 1955, Tom Dale y Vernon Gell Carter, ambos ecologistas altamente experimentados, publicaron un libro titulado Topsoil and Civilizatión (El Suelo y la Civilización). No puedo hacer nada mejor para los propósitos de este capítulo que citar algunos de los párrafos del comienzo:
“El hombre civilizado casi siempre fue capaz de convertirse en el señor
de su medio ambiente, temporalmente. Sus principales problemas provinieron de
creer que su señorío temporal era permanente. Se creyó ‘el señor del mundo’,
mientras fracasaba en comprender totalmente las leyes de la naturaleza.
“El hombre, sea civilizado o salvaje, es una criatura de la naturaleza (no
es el señor de la naturaleza). Debe conformar sus acciones dentro de ciertas leyes
naturales, usualmente destruye el medio ambiente natural que le sostiene. Y
cuando ese medio ambiente en el que él vive se deteriora rápidamente la
civilización declina.
“Alguien ha dado una breve descripción de la historia diciendo que ‘el
hombre civilizado ha cruzado la superficie de la tierra y dejado un desierto tras
sus huellas’. Esta afirmación puede de alguna manera ser una exageración, pero
no deja de tener cierto fundamento. El hombre civilizado ha maltratado la mayoría
de las tierras en las cuales ha vivido. Esta es la principal razón por la cual las
sucesivas civilizaciones se han mudado de un lado a otro. También ha sido la
causa principal del declinar de las civilizaciones en las regiones de más antiguo
asentamientos. Ha sido el factor dominante en determinar todas las tendencias de
la historia.
“Los historiadores muy pocas veces han notado la importancia que tiene el
uso de la tierra. Parecen no haber advertido que los destinos de muchos imperios
y civilizaciones del hombre fueron determinados ampliamente por la manera en
que la tierra fue usada. Mientras reconocen la influencia del medio ambiente en la
historia, no se dan cuenta que el hombre generalmente cambió o destruyó su
medio ambiente.
“¿Cómo es que los hombres civilizados destruyeron un medio ambiente favorable? Lo hicieron principalmente al agotar o destruir los recursos naturales.
Cortaron o quemaron la mayor parte de las madera proveniente de los bosques y
de los valles. Plantaron pastos en exceso y después arrasaron totalmente los
campos donde pastoreaban su ganado. Mataron la mayor parte de la vida salvaje y
muchos peces y otras formas de vida acuática. Permitieron que la erosión robase
de su tierra arable la capa productiva del suelo y que el suelo erosionado
bloquease los cursos de agua y llenase con sedimentos sus depósitos, canales de
irrigación y puertos. En muchos casos, gastaron la mayor parte de los metales
fácilmente obtenibles e hicieron lo mismo con otros minerales. Entonces la
civilización declinó en medio de la destrucción producida por el hombre, o bien
éste emigró a nuevas tierras. Ha habido entre diez y treinta civilizaciones
diferentes (el número depende de quien clasifique las civilizaciones) que han
seguido este camino hacia la ruina” (1).

El “problema ecológico” no es tan nuevo como frecuentemente se le hace aparecer. Aún así, hay dos diferencias decisivas: la tierra está ahora mucho más densamente poblada de lo que estuvo en los tiempo primitivos y no hay, generalmente hablando, nuevas tierras a dónde mudarse. Además la tasa de movilidad se ha acelerado enormemente, sobre todo durante el último cuarto de siglo.
De cualquier manera, todavía es una creencia dominante que con independencia de lo que haya pasado con las civilizaciones primitivas, nuestra propia civilización, la civilización occidental, se ha emancipado de la dependencia de la naturaleza. Una voz representativa es la de Eugene Rabinowitch, editor jefe del Boletín de los Científicos Atómicos.
“Los únicos animales”, dice (en The Times, 29 de abril de 1972), “cuya
desaparición puede amenazar la viabilidad biológica del hombre sobre la tierra,
son las bacterias que normalmente habitan nuestro cuerpo. ¡Por lo demás, no hay
ninguna prueba convincente de que la humanidad no pudiese sobrevivir aún como
la única especie animal de la tierra! Si se pudieran desarrollar métodos
económicos para sintetizar comida partiendo de materia prima inorgánica (lo que
es muy fácil que suceda tarde o temprano) el hombre bien puede inclusive
independizarse de las plantas, de las cuales depende como fuente de
alimentación...
“Personalmente (y supongo que sucede lo mismo con la inmensa mayoría
de la humanidad) yo temblarían ante la idea de un hábitat sin animales ni plantas.
Y sin embargo, millones de habitantes de ‘ciudades junglas’ como Nueva York,
Chicago, Londres o Tokio han crecido y pasado toda su vida en un hábitat
prácticamente ‘azoico’ (dejando a un lado las ratas, los ratones, las cucarachas y
otras especies dañinas) y han sobrevivido”.

Eugene Rabinowitch obviamente considera que lo arriba expuesto es una declaración “racionalmente justificable”. Él deplora que muchas cosas racionalmente injustificables se hayan escrito en los años recientes (algunas por científicos de mucha reputación) acerca de lo sagrado de los sistemas de ecología natural, su inherente estabilidad y el peligro de toda interferencia humana sobre ellos.
¿Qué es “racional” y qué es sagrado? ¿Es el hombre el señor de la naturaleza o su criatura? Si el sintetizar comida de materia inorgánica llega a ser “económico” (“algo que es muy fácil que suceda tarde o temprano”), si llegamos a ser independientes de las plantas, la conexión con el suelo y la civilización se romperá. ¿Sucederá esto realmente? Estas preguntas sugieren que “el adecuado uso de la tierra” nos enfrenta con un problema que no es de naturaleza técnica o económica, sino principalmente de naturaleza metafísica. El problema, obviamente, pertenece a un nivel más alto de pensamiento que el representado por las dos últimas citas.
Siempre hay algunas cosas que las hacemos por amor a ellas mismas y hay otras cosas que las hacemos por algún otro fin. Una de las tareas más importantes para cualquier sociedad es distinguir entre los fines y los medios para los fines, tener un punto de vista coherente y el acuerdo correspondiente acerca de esto. ¿Es la tierra meramente un medio de producción o es algo más, algo que es un fin en sí mismo? Y cuando digo “tierra”, incluyo las criaturas que hay en ella.
Cualquier cosa que hacemos por el gusto de hacerlas solamente no se presta a ningún cálculo utilitario. Por ejemplo, la mayoría de nosotros tratamos e mantenernos razonablemente limpios. ¿Por qué? ¿Simplemente por razones higiénicas? No, el aspecto higiénico es secundario, reconocemos que la limpieza es un valor en sí mismo. Nosotros no calculamos su valor, el cálculo económico no entra en este asunto. Podría argumentarse que lavarse es antieconómico: consume tiempo, cuesta dinero y no produce nada (excepto la limpieza) hay muchas actividades que son totalmente antieconómicas pero que se realizan por amor a ellas mismas. Los economistas tienen una manera muy fácil de tratarla: dividen todas las actividades humanas entre “la producción” y “el consumo”. Todas las cosas que hacemos como “producción” están sujetas al cálculo económico y todas las cosas que hacemos como “consumo” no lo están. Sin embargo, la vida real es contraria a tales clasificaciones, porque el hombre como productor y el hombre como consumidor es de hecho el mismo hombre, que está siempre produciendo y consumiendo al mismo tiempo. Un trabajador, inclusive, en su fábrica consume ciertas “comodidades”, a las que uno se refiere comúnmente como “condiciones de trabajo”, y cuando las “comodidades” provistas son insuficientes no puede seguir con su trabajo (o se niega a hacerlo). También se podría decir del hombre que consume agua y jabón que está produciendo limpieza.
Nosotros producimos para hacer frente a ciertas comodidades como “consumidores”. No obstante, si alguno pidiera estas mismas comodidades mientras está ocupado en la “producción”, le dirían que es antieconómico, que es ineficiente y que la sociedad no podría hacer frente a tal ineficiencia. En otras palabras, todo depende de la distinción entre hacerlo como hombre que produce o como hombre que consume. Si el hombre que produce viaja en primera clase o usa un auto lujoso, a esto se le llama un desperdicio de dinero. Pero si el mismo hombre en su otra encarnación de hombre que consume hace lo mismo, a esto se le llama un signo de alto nivel de vida.
En ninguna parte esta dicotomía es tan notable como en relación con el uso de la tierra. Al granjero se le considera simplemente como un productor que debe disminuir sus costes e incrementar su eficiencia por cualquier medio posible, inclusive si haciéndolo destruye (para el hombre que consume) el estado del suelo o la belleza del paisaje, y aun si el efecto final es la despoblación del campo y la superpoblación de las ciudades. Hay granjeros en gran escala, horticultores, productores de alimentos y fruticultores hoy en día que jamás pensarían en consumir sus propios productos. “Afortunadamente”, dicen, “tenemos suficiente dinero como para comprar productos que han sido cultivados en forma orgánica sin el uso de venenos”. Cuando se les pregunta por qué ellos mismo no siguen esos métodos orgánicos y evitan el uso de sustancias venenosas, responden que no están en condiciones de hacer tal cosa. Lo que el hombre que produce está en condiciones de hacer es una cosa, lo que el hombre como consumidor puede hacer es algo completamente distinto. Pero como los dos son la misma persona, la cuestión de qué hombre (o sociedad) puede realmente hacerlo da lugar a una interminable confusión.
No hay ninguna escapatoria a esta confusión en tanto y en cuanto la tierra y sus criaturas sólo son consideradas como “factores de producción”. Obviamente, ellos son factores de producción, que es lo mismo que decir medios para fines, pero esto es su naturaleza secundaria, no su naturaleza primaria. Antes que ninguna otra cosa son fines en sí mismos, son meta-económicos y es racionalmente justificable decir, como una declaración de principios, que en cierto sentido son sagrados. El hombre no los ha hecho y es irracional que trate las cosas que no ha hecho, que no puede hacer y que no podrá recrear una vez que se haya extinguido de la misma manera y con el mismo espíritu que trata las cosas que produce.
Los animales superiores tienen un valor económico por su utilidad, pero tienen un valor meta-económico por sí mismo. Si yo tengo un auto, que es una cosa hecha por el hombre, podría legítimamente proponer que la mejor manera de usarlos es no preocuparse jamas acerca de su mantenimiento y utilizarlo hasta que se estropee. Yo podría hacer calculado que éste es el método más económico, y si mi cálculo es correcto nadie puede criticarme por actuar consecuentemente, porque no hay nada sagrado acerca de un objeto hecho por el hombre, como un auto. Pero si yo tengo un animal, supongamos un ternero o una gallina, una criatura viva, ¿se me permite a mí tratarlos como si fueran sólo algo útil? ¿Puedo usarlos hasta acabar con ellos?
De nada sirve tratar de responder tales preguntas de forma científica. Son preguntas metafísicas, no científicas. Es un error metafísico, que puede fácilmente producir las consecuencias prácticas más , el equiparar “auto” y “animal”, teniendo en cuenta su utilidad y, al mismo tiempo, no reconocer la diferencia más fundamental entre ellos, la del “nivel del ser”. Una era irreligiosa ,ira con alegre diversión los principios sagrados con los que la religión ayudó a nuestros antepasados a apreciar las verdades metafísicas. “Tomó, pues, Jehová Dios al hombre, y lo puso en el huerto del Edén”, no para estar descansando, sino “para que lo labrara y lo guardase”. Y también dijo Dios al hombre “llenad la tierra y sojuzgadla y señoread sobre los peces del mar, las aves de los cielos y todas las bestias que se mueven sobre la tierra”. Cuando Él hubo hecho “animales de la tierra según su género y ganado según su género y todo animal que se arrastra sobre la tierra según su especie”, él vio que era “bueno”. Cuando Él vio todo lo que había hecho, la biosfera entera, como hoy la llamamos, “he aquí, que era bueno en gran manera”. Al hombre, la más alta de las criaturas, le fue dado el “dominio”, no el derecho a tiranizar. Arruinar y exterminar. No tiene sentido hablar de la dignidad del hombre sin aceptar que noblesse oblige. Siempre se ha considerado por todas las tradiciones, una cosa horrible e infinitamente peligrosa que el hombre se ponga a sí mismo en una relación equivocada con los animales, particularmente con aquellos que él ha domesticado. No ha habido ningún sabio u hombre santo en nuestra historia o en la de ninguna otra sociedad que fuera cruel con los animales o que los considerara sólo como cosas útiles , y son innumerables las leyendas y las historia que vinculan la santidad y la felicidad con una consideración cariñosa hacia las criaturas inferiores.
Es interesante subrayar que al hombre moderno, en nombre de la ciencia, se le dice que no es nada más que un mono desnudo o una combinación accidental de átomos. “Ahora podemos definir al hombre”, dice el profesor Joshua Lederberg. “Desde el punto de vista genético, por lo menos, tiene un metro ochenta centímetros de una secuencia molecular bastante singular compuesta de átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y fósforo” (2). Así como el hombre moderno piensa tan “humildemente” de sí mismo, piensa más “humildemente” de los animales que le sirven para sus necesidades y los trata como si fueran máquinas. Otra gente, menos sofisticada (¿menos depravada?) adopta una actitud diferente. Tal como H. Fieldin Hall informa desde Birmania:
“Para él (el birmano) los hombres son hombres, los animales son animales y los hombres son muy superiores. Pero él no deduce de esto que la superioridad
del hombre le dé permiso para maltratar o matar a los animales. Es justamente lo
opuesto. Porque el hombre es superior al animal puede y debe observar hacia los
animales el más grande de los cuidados, sentir por ellos la más grande de las
compasiones, ser bueno para con ellos en toda forma posible. El lema del
birmano debiera ser noblesse oblige. Él conoce su significado aunque no conozca
las palabras” (3).

En los Proverbios leemos que el hombre justo tiene cuidado de los animales, pero que el corazón del perverso no tiene misericordia, y Santo Tomás de Aquino escribió: “Es evidente que si un hombre practica un cariño compasivo por los animales ha de estar más preparado aún para sentir compasión por su prójimo”. Nadie jamás formuló la pregunta de si podemos permitirnos vivir de acuerdo con estas convicciones. A nivel de valores, de fines en sí mismos, estos conceptos no son en absoluto relevantes.
Lo que se aplica a los animales que están sobre la tierra también se aplica, igualmente, y sin ninguna sospecha de sentimentalismo, a la tierra misma. A pesar de que la ignorancia y la codicia han destruido una y otra vez la fertilidad del suelo, hasta tal punto que civilizaciones enteras sucumbieron, no ha habido nunca ninguna enseñanza tradicional que no reconociera el valor meta-económico y el significado de “la tierra generosa”. Y donde quiera que se aceptaron estas enseñanzas no sólo la agricultura, sino también todos los aspectos de la civilización experimentaron un desarrollo sano y pleno. De igual manera, donde la gente creyó que no podría “permitirse” cuidar el suelo y trabajar con la naturaleza en lugar de hacerlo en contra de la naturaleza, el empobrecimiento del suelo se ha difundido invariablemente a todos los otros aspectos de la civilización.
En nuestra época el principal peligro en relación con el suelo, y por extensión con la agricultura y la civilización en su conjunto, se origina en la decisión del hombre de la ciudad de aplicar los principios de la industria a la agricultura. No se podría encontrar un representante más típico de esta tendencia que el Dr. Sicco L. Mansholt, quien como Vicepresidente de la Comunidad Económica Europea, lanzó el Plan Mansholt para la agricultura europea. El cree que los agricultores son “un grupo que todavía no ha entendido los rápidos cambios de la sociedad”. La mayoría debería abandonar la agricultura y convertirse en obreros industriales en las ciudades, porque “los obreros de fábricas, los obreros de la construcción y los que trabajan en puestos administrativos tienen una semana de cinco días y dos semanas de vacaciones anuales. Dentro de poco tiempo podrán obtener una semana de cuatro días y cuatro semanas de vacaciones al año. El granjero está condenado a trabajar siete días a la semana porque la vaca de cinco días a la semana todavía no ha sido inventada y, por otra parte, no tiene vacaciones en absoluto”.(4). El Plan Mansholt, en consecuencia, está pensado para lograr tan pronto como humanamente sea posible la concentración de muchas familias de pequeños granjeros en unidades agrícolas más grandes dirigidas como si fueran fábricas, así como el máximo porcentaje de reducción en la población agrícola de la comunidad. Se deberá ayudar “para capacitar a los viejos agricultores tanto como a los jóvenes para abandonar la agricultura”. (5)
En la discusión del Plan Mansholt la agricultura se toma generalmente como una de las “industrias” de Europa. El problema con respecto a la agricultura es si, en realidad, podemos considerarla como una industria o si es algo esencialmente diferente. No es sorprendente, dado que ésta es una pregunta metafísica (o meta-económica) que jamás haya sido formulada por los economistas.
Ahora bien, el “principio” fundamental de la agricultura es que trata con la vida, es decir, con sustancias vivas. Sus productos son el resultado de los procesos de la vida y su medio de producción es el suelo viviente. Un centímetro cúbico de suelo fértil contiene millares de organismos vivos cuya explotación total está muy por encima de la capacidad del hombre. El ideal de la industria es la eliminación de sustancias vivas; las materias hechas por el hombre son preferibles a las naturales, porque nosotros podemos hacerlas a medida y aplicar un control de calidad perfecto. Las máquinas hechas por el hombre trabajan con más precisión y se las puede programar, cosa que no es posible hacer con las sustancias vivas como el hombre. El ideal de la industria es eliminar el factor vivo, incluyendo el factor humano y transferir el proceso productivo a las máquinas. Alfred North Withehead definió la vida como “una ofensiva dirigida en contra del mecanismo repetitivo del universo”, así que podríamos definir a la moderna industria como “una ofensiva en contra de las características de impredicción, impuntualidad indocilidad y “caprichos” de la naturaleza viva, incluyendo al hombre”.
En otras palabras, no puede haber ninguna duda que los “principios” fundamentales de la agricultura y de la industria, lejos de ser compatibles el uno con el otro, están en contradicción. La vida real consiste en las tensiones producidas por la incompatibilidad de los contrarios, cada uno de los cuales es necesario , y así como la vida no tendría significado alguno sin la muerte, la agricultura no tendría ningún significado sin la industria. Sigue siendo verdad, sin embargo que la agricultura es lo más importante mientras que la industria es lo secundario, lo que significa que la vida humana puede continuar sin la industria mientras que no podría hacerlo sin la agricultura. La vida humana civilizada, sin embargo, exige el equilibrio de los dos principios y este equilibrio se destruye irremisiblemente cuando la gente no sabe apreciar la diferencia esencial entre la agricultura y la industria, una diferencia tan grande como la que existe entre la vida y la muerte, y pretende tratar a la agricultura como si fuera una industria.
El argumento es, por supuesto, muy familiar. Fue expuesto por un grupo de expertos de fama internacional en Un Futuro para la Agricultura Europea:

“Las distintas partes del mundo poseen ventajas muy diferentes para la
producción de productos particulares, dependiendo de las diferencias de clima, la
calidad del suelo y el costo de la mano de obra. Todos los países se beneficiarían
si hubiese una división del trabajo que les permitiera concentrar la producción en
aquellas operaciones agrícolas que son las más productivas. Esto daría como
resultado un ingreso más alto para la agricultura y costes menores para la
economía total, particularmente para la industria. No se puede encontrar ninguna
justificación fundamental para la protección de la agricultura”(6).

Si esto fuera así sería totalmente incomprensible que el proteccionismo de la agricultura a través de la historia haya sido la regla antes que la excepción. ¿Por qué la mayoría de los países, la mayor parte del tiempo, no han demostrado interés en beneficiarse de estas espléndidas ventajas mediante una simple norma legal? Precisamente porque en las “operaciones agrícolas” existen otras implicaciones que no se dan en la producción de ingresos y en la reducción de costos: una relación integral entre el hombre y la naturaleza, un estilo de vida total de la sociedad, la salud, la felicidad y la armonía del hombre, así como la belleza de su hábitat. Si todas estas cosas se dejan aparte en las consideraciones de los expertos, se olvida al hombre mismo, aunque traten de incluirlo después excusándose porque la comunidad deba pagar las “consecuencias sociales” de sus políticas. El Plan Mansholt, dicen los expertos, “representa una audaz iniciativa. Se basa en la aceptación de un principio fundamental: el ingreso agrícola sólo puede ser mantenido si la reducción de la población agrícola se acelera y si las granjas alcanzan rápidamente un tamaño económicamente viable “(7). Y en otra parte: “La agricultura, en Europa al menos, está dirigida esencialmente hacia la producción de alimentos, y es bien sabido que la demanda de alimentos se incrementa relativamente despacio en relación a los incrementos de salario real. Esta es la razón por la que los salarios en la agricultura crecen más despacio que los salarios percibidos en la industria; sólo es posible mantener la misma tasa de crecimiento de los salarios per capita si hay un adecuado porcentaje de disminución del número de ocupados en la agricultura”...(8). “Las conclusiones parecen inevitables : bajo las circunstancias normales en los países adelantados, la sociedad sería capaz de satisfacer sus propias necesidades con sólo una tercera parte del número actual de agricultores”(9).
Si adoptamos, como hacen los expertos, la posición metafísica del más crudo materialismo, ninguna crítica seria podría hacerse a estas declaraciones en las que los costes y los ingresos en dinero son los criterios y determinantes últimos de la acción humana, y el mundo viviente no tiene otro significado que el de ser una cantera pura para la explotación.
Desde el punto de vista más amplio, sin embargo, la tierra se considera como un capital inapreciable y es la tarea y la felicidad del hombre “labrarla y cuidarla”. Podemos decir que la administración de la tierra por el hombre debe ser orientada principalmente hacia tres metas: salud, belleza y permanencia. La cuarta meta, la única aceptada por los expertos, la productividad, se obtendrá casi como un subproducto . el punto de vista del materialismo vulgar ve a la agricultura como “esencialmente dirigida hacia la producción de alimentos”. Un punto de vista más amplio ve a la agricultura cumpliendo al menos tres tareas:
- mantener al hombre en contacto con la naturaleza viva, de la que constituye una
parte muy vulnerable;
- humanizar y ennoblecer el hábitat del hombre, y
- hacer posible la existencia de alimentos y otros materiales que son necesarios
para el sustento de la vida.

No creo que una civilización que reconoce sólo la tercera partir de estas tareas y que la persigue con tanta desconsideración y violencia que no sólo olvida las otras dos, sino que sistemáticamente las ataca, tenga alguna posibilidad de sobrevivir por largo tiempo.
Actualmente, nos enorgullecemos del hecho de que la proporción de gente ocupada en la agricultura ha descendido a muy bajos niveles y continúa cayendo. Gran Bretaña produce alrededor del 60 por 100 de sus necesidades comestibles con sólo un 3 por 100 de su población activa empleada en la agricultura. En los Estados Unidos había un 27 por 100 de los trabajadores de la nación ocupados en la agricultura a fines de la primera guerra mundial, el 14 por 100 a fines de la segunda guerra mundial, y según las estimaciones del año 1971, sólo el 4,4 por 100. Este descenso en la población de los trabajadores ocupados en la agricultura está asociado, en la mayoría de los casos, con una despoblación masiva del campo y un crecimiento de las ciudades. Al mismo tiempo, sin embargo, para citar a Lewis Herber(*):
“La vida metropolitana se está destruyendo, psicológica, económica y
biológicamente. Millones de personas han reconocido esta destrucción, han
juntado sus pertenencias y se han ido. Si no han sido capaces de romper sus
conexiones con la metrópolis, por lo menos lo han intentado. Como un síntoma
social, su esfuerzo es significativo”(10).

En las grandes ciudades modernas, dice el Dr. Herber, el habitante de la ciudad está más aislado que sus antepasados en el campo. “El hombre de la ciudad, en una moderna metrópoli, ha alcanzado un grado de anonimato, atomización social y aislamiento espiritual que no tiene ningún precedente en la historia humana”(11).
¿Entonces qué es lo que hace? Trata de irse a vivir lejos del centro y se transforma en una persona que viaja todos los días al trabajo (“commuter”). Como la cultura rural se ha destruido, la gente del campo está huyendo de la tierra, y como la vida metropolitana se está destruyendo, la gente huye de las ciudades. “Nadie -de acuerdo con Mansholt- puede permitirse el lujo de no actuar económicamente”(12), con el resultado de que en todas partes la vida tiende a ser algo intolerable para todos, excepto para los muy ricos.
Estoy de acuerdo con lo que el Sr. Herbert afirma cuando dice que “la reconciliación del hombre con el mundo natural no sólo es deseable, sino que se ha convertido en una necesidad”. Y esto es algo que no puede alcanzarse con el turismo, las visitas de monumentos u otras actividades, sino sólo cambiando la estructura de la agricultura en la dirección exactamente opuesta a la propuesta por el Dr. Mansholt y apoyada por loe expertos citados antes. En lugar de buscar los medios para la aceleración del abandono de la agricultura, debiéramos buscar las políticas necesarias para la reconstrucción de la cultura rural, facilitar la tierra para la ocupación plena de una mayor cantidad de gente, con una dedicación total o parcial y orientar todas nuestras acciones con respecto a la tierra apuntando a la trilogía ideal de salud, belleza y permanencia.
La estructura social de la agricultura se debe a una mecanización en gran escala y un uso exagerado de productos químicos que hace prácticamente imposible que el hombre se mantenga en contacto real con la naturaleza viviente. En realidad, esto es lo que apoya las tendencias modernas más peligrosas de violencia, alienación y destrucción del medio ambiente. La salud, la belleza y la permanencia son consideradas como temas poco respetables para ser discutidos y esto no es sino otro ejemplo de la falta de consideración por los valores humanos (lo que significa una falta de consideración por el hombre mismo) que inevitablemente es consecuencia de la idolatría del economicismo.
Si la “belleza es el esplendor de la verdad”, la agricultura no puede cumplir su segundo cometido, que es humanizar y ennoblecer el hábitat del hombre, a menos que se ciña fiel y constantemente a las verdades reveladas por los procesos de la naturaleza viva. Una de ellas es la ley del retorno, otra la diversificación (en oposición a toda suerte de monocultivo), otra la descentralización, para que puedan aprovecharse recursos inferiores que no sería racional transportar a largas distancias. Aquí de nuevo, la tendencia de las cosas y el consejo de los expertos está en la dirección exactamente opuesta; se orienta hacia la industrialización y la despersonalización de la agricultura, hacia la concentración, la especialización y todo tipo de despilfarro material que prometa ahorrar trabajo. Como resultado, el habitat humano, lejos de humanizarse y ennoblecerse por las actividades agrícolas del hombre, se convierte en un lugar de aburrimiento o se degrada hasta la fealdad.
Todo esto ocurre porque el hombre, como productor, no está en condiciones de hacer frente al “lujo de no actuar económicamente”, y no puede producir aquellos “lujos” que son tan necesarios como la salud, la belleza y la permanencia, aquéllos que el hombre consumidor desea por encima de cualquier otra cosa. El coste sería demasiado elevado y cuanto más rico fuéramos menos podríamos “estar en condiciones de hacerle frente”. Los expertos arriba mencionados calculan que la “carga” de las subvenciones agrícolas dentro de la Comunidad de los Seis represente “aproximadamente el 3 por 100 del Producto Nacional Bruto”, una cifra que ellos consideran está “lejos de ser insignificante”. Con un crecimiento anual de más del 3 por 100 del Producto Nacional Bruto, se podría imaginar que tal “carga” se soportaría sin ninguna dificultad. Pero los expertos apuntan el hecho de que “los recursos nacionales están ampliamente comprometidos para el consumo personal , la inversión y los servicios públicos. Usando una proporción tan grande de recursos para apuntalar empresas no rentables, sea en la agricultura o en la industria, la Comunidad elimina la posibilidad de llevar a cabo... las mejoras necesarias”(13) en los otros campos.
Nada podría estar más claro. Si la agricultura no rinde beneficios es sólo una “empresa no rentable”. ¿Para qué apuntalarla? No existen “las mejoras necesarias” en relación a la tierra sino sólo en relación a los ingresos de los agricultores, y quilos podrían realizase si hubiesen menos agricultores. Esta es la filosofía del hombre de la ciudad, marginado de la naturaleza viva, quien impone su propia escala de prioridades, argumentando en términos económicos que no “podemos permitirnos” hacernos cargo de ninguna otra. En realidad, cualquier sociedad puede permitirse cuidar su propia tierra y mantenerla con salud y belleza perpetuamente. Las dificultades técnicas no existen y no hay una importante falta de conocimientos. No hay necesidad de consultar a los expertos económicos cuando las cuestiones son cuestiones de prioridad. Sabemos demasiado acerca d la ecología hoy día para no tener excusas por los muchos abusos que están ocurriendo en el cuidado de la tierra y de los animales, en el almacenamiento de alimentos y en su elaboración y en una urbanización imprudente. No es por nuestra pobreza por lo que permitimos esos abusos, como si no pudiéramos impedirlos. Se debe al hecho de que, como comunidad, no tenemos una creencia firme en ningún valor meta-económico, y cuando no hay tal creencia se impone el cálculo económico. Esto es totalmente inevitable. ¿Cómo podría ser de otra manera? Se ha dicho que la naturaleza aborrece el vacío, y cuando el “espacio espiritual” disponible no se llena con alguna motivación superior se hará necesariamente con algo inferior, con la actitud pequeña, mezquina y calculadora de la vida que se racionaliza con el cálculo económico.
No tengo ninguna duda de que la actitud despiadada con la tierra y los animales tiene relación y es un síntoma de una gran cantidad de actitudes, tales como las producidas por un fanatismo por los cambios rápidos y una fascinación por las novedades (técnicas, organizativas, químicas, biológicas, etcétera), que insisten en su aplicación mucho antes de que las consecuencias a largo plazo se hayan conocido ni siquiera remotamente. Nuestra forma de vida está implicada en la simple cuestión de cómo tratamos la tierra, que es, después de la gente, nuestro más preciado recurso. Antes de que las políticas que tienen que ver con la tierra realmente cambien, tendrá que haber un gran cambio filosófico, por no decir religioso. No es un problema de qué es lo que podemos permitirnos afrontar, sino más bien qué es lo que elegimos para invertir nuestro dinero. Si pudiéramos retornar a un reconocimiento generoso de los valores meta-económicos, nuestros paisajes volverían a ser saludables y hermosos, y nuestra gente recobraría la dignidad del hombre que se sabe superior al animal, pero jamás olvida que noblesse oblige.

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